Fin de enero… Calor sofocante… La semana anterior había estado con mucho trabajo y me había dejado estar con la limpieza en casa y no podía seguir así…
Y ya que estaba, no era cuestión de hacer las cosas a medias: los baños a fondo, sacar el polvo, pasar la aspiradora, los vidrios, la cocina (más el horno y los cerámicos)… ¡Qué lindo el olor a limpio!
De nuevo a tomar agua, una buena ducha y a atender otros temas. De más está decir que cuando llegó la noche estaba un poco cansada…
Lo siguiente que recuerdo es la voz de mi marido hablando con alguien. No, había dos alguien más. ¿Qué hacía esta gente en mi cuarto? ¿Por qué estaban todas las luces prendidas? ¿Qué estaba pasando? Mi marido que dice: “Estaba baja”… Una voz que le pregunta: “¿En cuánto estaba? ¿La midió?” Respuesta: “No se, estaba baja. El Dexcom chillaba y ella no reaccionaba.”
No podía abrir los ojos, y no estaba segura de querer hacerlo… ¿Qué había pasado? Tenía algo en el brazo y me molestaba: una vía intravenosa y me estaban pasando suero.
Cuando por fin junté coraje y abrí los ojos vi que efectivamente todas las luces estaban prendidas, mi marido estaba totalmente vestido como si recién hubiera llegado y el médico del servicio de urgencias que me hacía preguntas que no podía responder porque no me salía nada.
Me querían llevar al hospital. Ridículamente pensé en todo lo que tenía que hacer al día siguiente y dije: “No quiero ir al hospital. Ya me siento bien.”
¡Mentira! Me había pasado un tren de carga por encima… ¿Qué había hecho mal para terminar con una hipoglucemia tan severa? Repasando el día me di cuenta que no había medido adecuadamente la intensidad de la “actividad física” de la mañana (léase “casi 3 horas limpiando la casa”).
Ahora distribuyo estas tareas de otra forma, pido ayuda a mis hijos y si algo no se puede hacer, ¡paciencia! No es el fin del mundo…
Muy buen artículo. Interesante
Saludos