Debo admitir que soy de esas personas que nunca en su vida hizo dieta para adelgazar. Durante mi adolescencia era definitivamente flaca y encontrar ropa que me quedara bien como a mis amigas no era fácil. Los jeans era lo más difícil: el talle más chico me quedaba grande y si por casualidad enganchaba algo que me quedara ajustado, ¡me quedaba corto!
Los talles y la moda fueron cambiando pero algo que no ha cambiado es ese afán por estar delgada y deshacerse de kilos considerados de más. Mis amigas hablaban de calorías, de la dieta de proteínas, de la dieta de la fruta, de la dieta de las 3 “p”, hasta de no comer nada que empiece con “p”, de la dieta disociada, de Atkins, y muchas más cuyos nombres no recuerdo… Pero pocas las cumplían en serio. Casi todas se daban “permisos” (léase “atracones”) y decían que lo compensaban comiendo sólo lechuga y tomando agua un par de días…
Decían que me envidiaban porque yo había sido bendecida con una combinación genética que me permitía comer de todo, en cualquier momento y sin límite de cantidades… Y así era hasta que llegó mi amiga Diabetes. Y todo cambió.
Tuve que hacer dieta. ¡Y me di cuenta de lo difícil que era! Tuve que aceptar que cuando yo hacía dieta (24 horas al día, los 7 días de la semana) ni por asomo tenía los permisos de los que disfrutaban mis amigas.
Yo no podía darme todos los gustos que quisiera un día y compensarlo comiendo menos después. Si no mantenía el equilibro entre el tipo de comida y las cantidades que comía, mis niveles de glucosa se disparaban a las nubes o se desbarrancaban por un acantilado, y yo no tenía las herramientas para manejarlo más que la lapicera de insulina y mi fuerza de voluntad.